LA PORTEÑIDAD AL PALO
Por María Laura Izzo
Me pidieron que escribiera algo sobre cultura.
La amplitud de tal concepto ha hecho ardua esta tarea. Por un lado, cultura es
el conjunto de modos de vida y costumbres de una sociedad; tanto como el
conjunto de conocimientos y habilidades de un ser humano; también puede ser
desde algún punto de vista, sinónimo de civilización (o de barbarie).
Ante la dificultad de la acotación, me apegué
entonces a los hechos recientes, en términos eleccionarios, de la ciudad de
Buenos Aires, también vastos en hipótesis, críticas y autocríticas.
Oh, Buenos Aires, “ciudad luz”, “la reina del
Plata”, punto de convergencia de infinidad de culturas, capital mundial del
libro 2011.
Tan todo eso, al mismo tiempo que a través de
las políticas que promueve su Jefe de Gobierno expulsa, tras falsas
bienvenidas, a inmigrantes de países limítrofes por “usar nuestras escuelas y
hospitales”, que cierra centros culturales, teatros, cines, todos espacios de
participación a través de la cultura,
que maltrata y golpea a sus ciudadanos en situación de calle, que ha
perdido patrimonio arquitectónico por no controlar la construcción, que está en
conflicto con los trabajadores del Teatro Colón, emblema mundial de la cultura
porteña. Gestión que, en relación a la educación pública, espacio donde el
Estado Nacional tanto como los provinciales, como nuestra Ley Nacional de
Educación afirma en sus artículos 6° y 7° debe garantizar el acceso al
conocimiento, por ende, a la cultura, tiene a muchas de sus escuelas sin gas y
en paupérrimas condiciones edilicias, que ha construido una sola escuela frente
a una Nación con más de 1000 nuevas escuelas;
que vació la escuela de capacitación docente y, vaya cinismo, propone evaluar
a los trabajadores de la educación con recetas extranjeras, de organismos que
catalogan a la educación chilena como una de las mejores del mundo, a pesar de
ser inaccesible para la mayoría de los ciudadanos y de los públicos hechos que
ha desatado en las últimas semanas. Gobierno de la ciudad que mientras adeuda
el pago de becas estudiantiles a estudiantes en contextos vulnerables, propuso,
en el marco de la campaña, el pago de becas como premio a aquellos estudiantes
que obtuvieran las mejores calificaciones, fomentando la competitividad e
individualismo; que ha censurado los materiales de trabajo del Bicentenario
para profesores y alumnos, por sus influencias gramscianas; que intentó
sostener a un ministro de educación que apoyaba a la dictadura, que intentó
cerrar cargos… y llegaron los “intentó”. Hablo de intentos porque el campo
popular ha resistido, impidiendo muchos de estos embates. Marchas, proyectos de ley, jornadas solidarias de
trabajo en escuelas, han impedido y seguirán impidiendo el atropello de
nuestros derechos.
Oh, el porteño, tan elegante él, tan conocedor
del mundo, tan culto, tan voto calificado. Todo esto, al tiempo que su jefe de gobierno
denota una y otra vez su pobreza cultural: al quedar enredado con llamativa
velocidad al momento de elaborar una idea y expresarla con oratoria comprensible;
al temer debatir públicamente con otros candidatos sin el amparo de un
monopolio mediático y un periodista que no le haga preguntas incómodas; al
trastocar cada patrimonio de la sociedad en un bien mercantilizable; al
despreciar la cultura popular. Pero… ¡alto!, ¿no es acaso la cultura “tinellesca”,
cultura popular?, ¿no es un discurso emotivo y despolitizado el que quiere el
pueblo? Definitivamente no. No, en tanto
no son manifestaciones que expresan tradiciones de un pueblo, me atrevo a
afirmar con seguridad que El Show de Videomatch no es parte de la tradición; de
la misma manera en que ni los productos mediáticos, ni los discursos vaciados
de política, expresan ideas o sentimientos del pueblo, sino del mercado; no hay
allí participación ni recreación alguna de lo popular. Pero sí es cierto que
las décadas de liberalismo, y la tradición conservadora de la ciudad que hemos
sabido conseguir, han logrado instalar un imaginario cultural que teme
compartir los beneficios, que muchas veces se cree superior al resto del país y
no se detiene a pensar lo enriquecedor que sería escuchar un rato al resto de
las provincias, “al interior del país” (como si los porteños no estuvieran al
interior del país, como siempre nos remarca Norberto Galazo), tal vez de esa manera
dejaría de vivir dándole la espalda al río; un imaginario en el que la igualdad
de oportunidades no debe ser garantizada por un Estado, sino producto del
esfuerzo individual. En los últimos años además, parece haberse reforzado el
reduccionismo que, por una suerte de pereza neuronal quizá, considera que la
ciudad está bien por sí misma, que la estabilidad y bonanza económica de la
mayoría de sus habitantes tiene estrecha relación con la política municipal.
Creíamos que había llegado el tiempo de dejar
de resistir en esta capital a contramano, e ir de avanzada. Y nos equivocamos,
a medias. Porque deberemos continuar resistiendo frente a las medidas
concretas. Pero debemos ir de avanzada en la batalla cultural, en la batalla
contra el imaginario porteño.
Con todo lo dicho, ni la cultura académica, la
de la elite de un supuesto voto calificado que se concentraría en la portuaria
ciudad; ni la cultura popular, se ven representadas en la propuesta política
(porque lo es aunque pretenda disfrazarse de espectáculo) del Pro. Por eso la
batalla es cultural, y ganable.
Comenzaba este escrito con la dificultad de
definir la cultura. El origen del concepto de cultura deviene del cuidado de la
tierra; será por esto que el desafío estará en trabajar en nuestros cultivos,
en seguir sembrando la cultura de la justicia social y la idea de que la
cosecha es para todos. Con laburo, que dignifica, con propuestas, con hechos
concretos, como se siente a lo largo y ancho de esta Nación. Sembrar
especialmente en la clase media, aquella que cegada por este imaginario, atenta
contra sus propios intereses. Aquella que ha olvidado que el estallido del ya
lejano 2001, fue producto de políticas de achicamiento del Estado, iguales a
las desarrolladas por el macrismo.
Mi Buenos Aires querido, cuando no haya más
olvido no habrá más pena.