Julián Centeya
Por Norberto Galasso
En esos años lee y escribe mucho. La circunstancia de haberse inventado como Julián Centeya, es decir, un juglar de la calle, glosador de tangos, frecuentador de boliches y amigo de malandras, cultor de un lenguaje reo, nutrido en la mala vida de la noche porteña, ha tapado al intelectual, de profunda cultura literaria, conocido sólo por los amigos más íntimos. El juega con esa imagen, de puro irreverente hacia los académicos y letrados y sólo excepcionalmente reivindica su amistad con la cultura: “Piensan que no salgo del perímetro inventado por Homero Manzi en Nueva Pompeya –a quien también, por otra parte, le sobraba cultura auténtica- y a nadie se le ocurre que me apasionan los poemas de Blaise Cendrars y que a Henry Miller lo tengo permanentemente al alcance de mi fervor”.[i]
En esos años lee y escribe mucho. La circunstancia de haberse inventado como Julián Centeya, es decir, un juglar de la calle, glosador de tangos, frecuentador de boliches y amigo de malandras, cultor de un lenguaje reo, nutrido en la mala vida de la noche porteña, ha tapado al intelectual, de profunda cultura literaria, conocido sólo por los amigos más íntimos. El juega con esa imagen, de puro irreverente hacia los académicos y letrados y sólo excepcionalmente reivindica su amistad con la cultura: “Piensan que no salgo del perímetro inventado por Homero Manzi en Nueva Pompeya –a quien también, por otra parte, le sobraba cultura auténtica- y a nadie se le ocurre que me apasionan los poemas de Blaise Cendrars y que a Henry Miller lo tengo permanentemente al alcance de mi fervor”.[i]
Ocurre, a veces, que algunos se
asombran cuando cita a Verlaine, a Miguel de Unamuno o a César Vallejo o cuando
lanza opiniones profundas sobre la actualidad del muralismo mejicano, la novela
norteamericana o la corriente cinematográfica neorrealista. César Tiempo,
señala, años más tarde, ese ocultamiento de su formación intelectual, nutrida
de alta cultura –semejante al practicado por Jauretche- acentuando sus rasgos
atorrantes como para tomar distancia de las élites: “Julián Centeya, en todo lo
que escribió, dejó marcada la uña del león, en prosas y versos que vuelan
dentro del vuelo. Y es que Julián fue un periodista de estirpe, un prosista de
raza y un poeta que ocultó pudorosamente su razón de ser, su ternura de hombre
amasijazo por la pobreza, pero siempre entero y dispuesto a hacernos creer que
su pianito de escribir era una pianola, sus jilgueros unos gorriones
disfónicos, sus lágrimas, agua y cloruro de sodio”.[ii]
Pero, aún más, Julián distingue
claramente – en razón de que se ubica en la óptica popular- la diferencia entre
la culturosidad cosmopolita de los intelectuales del sistema, de la cultura
nacional que amasan aquellos que nutren su pluma en las vicisitudes, dolores y
esperanzas del argentino común. Así, sostiene: “Mirá, de una vez por todas hay
que demostrar que existe una literatura nacional. Pero popular. Y hay nombres
que definitivamente tienen que estar en los libros de literatura argentina. Por
ejemplo, Carlos de la Púa,
autor de un solo libro que resiste el tiempo y es inimitable. Fue capaz de
todo. De ser millonario. Y de morirse. Te digo también Nicolás Olivari,
descarnado y profundo. La mala palabra en él fue su mejor caricia. Roberto
Arlt, que con su estilo y su obra tan parecidos a su rostro, sigue siendo el
novelista del asombro… Ese tipo no tiene
par… Homero Manzi, que se encontró en la canción más que en otro estilo y es
bello por su amor al barrio y a las cosas minúsculas… Scalabrini Ortiz, que
cinchó el país desde la locomotora, con profunda fe en el sistema que arroja
millones de pérdida y le cantó a la ciudad espiando la soledad del hombre de
Corrientes y Esmeralda… Lógicamente, no podía ser un gordo lleno de sopa…
Macedonio Fernández, de quien me gustaría ser su amigo, porque me placen los hombres
con dos cosas: talento y ternura. Hay que decir Jauretche, de quien me gustan
las espinas y las malas palabras que saca del bolsillo y su juventud para el
combate, la sinceridad vascuence que en él viene de raza y el desparpajo
porteñísimo que luce como una flor en el ojal… Todos estos hombres, desde su
ángulo laborioso, contribuyen a la ubicación de la palabra nuestra con que se
necesita expresar la propia literatura. Cansados de tener escritores con chapa
extranjera en la puerta de la casa (esto es de Juan Carlos Lamadrid, poeta y
mariano) estos siete escritores nos reconcilian con el destino que todavía
tenemos que darle a la literatura nacional”.[iii]