¿YO?, A-POLÍTICO
“El peor analfabeto es el analfabeto político.
No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el
costo de la vida, el precio de los frijoles, del pan, de la harina, del
vestido, del zapato y de los remedios, dependen de decisiones políticas. El
analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho
diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta,
el menor abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político
corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales”
Bertolt Bretch (1898-1956)
Hace algunos días volví a leer esta frase
del famoso dramaturgo Bertolt Bretch, a quien quizás pocos conocen, pero muchos
habrán escuchado nombrar alguna vez. Lo cierto es que al leerla volví a pensar
en una expresión muy común, que seguramente muchos de los que participamos en
algún tipo de actividad que implique un compromiso con lo político habremos
escuchado, sin terminar de entender bien qué quieren decir los que la utilizan. “No
me interesa la política”. Miles de veces lo he escuchado (de familiares, de
amigos, y otros) y, por más que lo piense y lo repiense, todavía no puedo
entender a qué se refieren. ¿Estarán hablando de la política partidaria?
¿Querrán decir que no les interesa aspirar a una carrera política para ocupar
un cargo en la gestión pública? ¿Será que votar les resulta aburrido e
innecesario? ¿Tal vez no les interesa saber en lo más mínimo quiénes son los
que nos gobiernan y de acuerdo a qué principios? ¿O será que simplemente les
importa muy poco asumir que somos
seres políticos, y que cada postura que tomamos en el trabajo, la universidad o
cualquier otra actividad colectiva es en
sí una actitud política, aunque velada por la naturaleza de la actividad?
Resulta cómodo caer en el simplismo de desligarse de la responsabilidad de que
todos, como ciudadanos de un sistema democrático, tenemos de involucrarnos de alguna
forma en la cuestión de la toma de decisiones respecto de la administración,
gestión y distribución de nuestros recursos, pero estoy más que segura que si
preguntara a cada uno de los que sostiene este desinterés si preferirían
delegar a un círculo de entendidos la tarea de elegir nuestros representantes,
o instaurar un régimen monárquico o dictatorial, al instante se negarían y
apelarían al derecho de los pueblos a elegir. Absolutamente de acuerdo, tenemos
ese derecho, y debemos hacerlo valer… ¿pero cómo? ¿Desinteresándonos? Tomando
esa postura lo único que hacemos es dejar un margen aún más amplio para que los
que nos gobiernan tomen decisiones que, lejos de contribuir al bien común, más
bien nos perjudican a todos.
En la reconstrucción de la historia están
las claves para entender el porqué de esta idea que, lejos de ser a-política,
resulta ser mucho más funcional al poder de lo que creen los que la sostienen.
En efecto, el golpe de Estado de 1976 implicó mucho más que el desmantelamiento
y reestructuración del aparato productivo y la instauración de un poder
político profundamente antidemocrático, genocida y favorable a los intereses
del capitalismo neoliberal. El terrorismo de Estado, la presencia de las botas
en las calles, las detenciones, reclusiones en centros clandestinos de tortura
y desapariciones de personas vinculadas al quehacer político, en suma, la
instauración total del terror en la sociedad dejó una herida en la conciencia
colectiva que todavía sangra. De hecho (y a modo de ejemplo), todavía hoy se
mantiene el miedo a firmar en apoyo de alguna causa en cualquier evento masivo,
con la idea que esos datos puedan significar en algún momento un compromiso
político (¿quién no escuchó alguna vez la advertencia: “no firmes, por las
dudas”?), un efecto concreto del miedo que todavía sentimos a involucrarnos
aunque sea a través de una simple firma, ni digamos de la participación activa.
Las consecuencias de la sangrienta dictadura significaron, al nivel de la
conciencia colectiva, que cualquier tipo de intervención en la cosa pública
podría traer como saldo resultados más que temibles. Es decir, que si el fin
último del Estado genocida fue transformar las relaciones sociales (quiero
decir, los modos de relación entre el ser y el hacer, y los modos de
interacción de los sujetos entre sí) resulta interesante pensar a la última
dictadura como puntapié inicial de la despolitización de la sociedad argentina.
La vuelta de la democracia encontró una
sociedad sumamente descreída del Estado y fuertemente despolitizada, si la
comparamos con los años previos a la dictadura militar. Aunque el inicio del
gobierno alfonsinista implicó una ola de afiliaciones a partidos, grandes
movilizaciones, la posterior creación del PI, etc.; es interesante notar que el
entusiasmo inicial se diluyó en una serie de
decepciones respecto del desempeño del primer gobierno democrático
post-dictadura. Siete años de terrorismo de Estado significaron efectos al
nivel del compromiso y la confianza en la participación en el ámbito de lo
público. Pero también con el regreso de la democracia finalmente le conocimos
la cara al terror. Los juicios a las Juntas y los testimonios de los
sobrevivientes constituyeron un elemento fundamental para dar cuenta del horror
de los años oscuros y, con ello, instalar la cultura del miedo a la
política. Más tarde, con la aplicación de las leyes de Obediencia
debida y Punto final, se sumó una nueva decepción, en tanto que dejaron la sensación de un poder político que
dejaba sin castigo a los perpetradores del horror, y una democracia débil, poco
fortalecida, que no podía desarrollarse fuera de las presiones de las
corporaciones militares y los grandes capitales.
Con el menemato asistimos (creo, sin
embargo, un tanto partícipes y cómplices) al gran teatro de la frivolización de
la política y la cultura del individualismo consumista. Las promesas de
salariazo y revolución productiva, la pizza con champán, los dinosaurios
políticos ocupando cargos en la gestión del gobierno, el indulto a los
militares, los muertos de la
Embajada de Israel, los de la AMIA, la Ferrari, la promesa del viaje a la estratósfera,
la pista de Anillaco, la muerte de Carlos Menem Jr., José Luis Cabezas ,
Yabrán, la paridad peso-dólar sostenida a costo del empobrecimiento de cada vez
más argentinos, la licuadora y el insípido “Tamagochi” (esa especie de mascota
virtual que circulaba en las escuelas bien), las vacaciones en Brasil, los
espejitos de colores, el golf, la reforma de la constitución, la destrucción
sistemática de un país. En el lapso de diez años se fue formando la idea de que
la política es un ámbito en el que todo vale, se amalgamó la relación “política=corrupción” en el imaginario
colectivo, la idea de que no tiene sentido luchar en conjunto si es mucho más
rápido y fácil hacerlo solo, el fin de las utopías, el facilismo y la apatía.
Y como éramos niños que jugábamos sin
pensar en lo que vendría nos conseguimos un Chupete para engañar el paladar,
para seguir jugando a que otro resuelva los problemas, sin detenernos, sin interesarnos,
sin cuestionarnos. Por fin la realidad (como siempre) nos pegó un cachetazo de
esos que duelen y mucho, y generan impotencia. Y salimos a la calle, a
reclamar, a pedir, como niños…algunos entendieron que la salida estaba en
organizarse, otros en irse, otros en quejarse delante del televisor, en el
ascensor, o en el colectivo. Pero algo de
la imposición de la cultura del “no
te metas”, de la persecución y desaparición de militantes durante los ´70,
de la sensación de injusticia, del dolor (consciente y no tanto) por la
generación que no está, de la sensación del sinsentido, de la frivolización de
la política, del votar sin confianza, de la decepción del “piquete y cacerola, la lucha es una sola”, del colapso y, con él,
la desilusión de una esperanza de cambio, de que no se fue ninguno; algo de
todo eso hizo que en el transcurso de los años se convirtiera a una sociedad
politizada en una sociedad que cree que la política es una mala palabra.
Error de concepto, quisiera decir: la
política no es en sí mala (basta de
simplismos, por favor!), lo malo, en todo caso, son los modos de hacer de la
política, los fines a los cuales puede servir, o las personas que la pueden
ejercer, pero no la política. La política es el proceso de la toma de
decisiones sobre la administración y gobierno de un Estado y una sociedad, el
cual está operado ideológicamente, ¿o no es por eso que votamos a nuestros
representantes? De todas formas, la política no se limita a depositar un voto
cada tanto en una urna. Existen miles de espacios como personas donde la
política se ejerce día a día, ¿o acaso
nunca a nadie se puso a pensar en cómo sería el mundo en el que quisiera vivir?
Ponerse a hacer ese mundo es
interesarse, por nosotros, por los que están al lado, y por los que van a
venir. Cada día, en situaciones cotidianas, estamos tomando decisiones
políticas. El modo en cómo administramos nuestra economía individual, nuestro
tiempo, nuestras relaciones con los demás, todo ello es político (¿a alguno le
gusta que le digan cómo gastar su plata, cómo manejar su tiempo, o cómo
relacionarse?) aunque a escala menor. Trasladémoslo al campo colectivo…no nos
gusta ser espectadores de lo que otros deciden por nosotros, ¿no? Entonces
hagamos, no importa desde dónde. Hoy en día, los canales de participación están
mucho más abiertos que en otro momento. Plantear debates a nivel colectivo
tales como la discusión acerca de los medios de comunicación, la manipulación
de la información, el matrimonio igualitario, el derecho a la vivienda, la distribución
de la riqueza, el ingreso universal por hijo, entre otros; invita a pensar
acerca de cómo queremos construir el futuro, qué proyecto de país queremos, y
de qué forma lograrlo. Instalar estos debates invita a posicionarse, a
involucrarse nuevamente: no es casual la creciente participación de los jóvenes
en ámbitos militantes (tanto partidarios, como extrapartidarios). Las
condiciones históricas actuales nos presentan nuevas oportunidades: pensemos, militemos, escribamos en una
revista, organicémonos en el trabajo, discutamos, intercambiemos opiniones con
otros que piensan distinto, intentemos descubrir nuevas ideas, escuchemos,
interesémonos por el otro, caminemos mirando alrededor, viendo qué pasa, leamos
más, imaginemos otros escenarios, perdamos el miedo, salgamos de la queja y la
resignación; en definitiva: hagamos. Es la única forma de no sentir la
impotencia y la resignación de decir: “no
me interesa la política”.