Homero Manzi
Por Norberto Galasso
Hacia 1915,
llegó de su Añatuya natal, callada y desvalida -que él llamaba “Aña-mía”- y se
metió con su espíritu poblado de versos en un Boedo mistongo que se derramaba
en cafetines, lustrabotas y mendigos hacia esa Chiclana amenazada por la
inundación. Ahí caminoteó atardeceres con Cátulo Castillo, Julián Centeya y el
“loco Papa” y ahí resolvió su dilema shakespereano trasladado al suburbio: ¿Ser
hombre de letras o hacer letras para los hombres? Por un lado, la Academia y el galardón
literario, la cátedra con sus bostezos y el concurso amañado del premio
municipal. Por otro, la fidelidad a los hombres del café Dante y El Aeroplano,
al submundo del barrio de Las Latas, a las pibas de Alsina, al “farol
balanceando en la barrera” y al “codillo llenando el almacén”. En la
disyuntiva, Manzi optó por el mundo de “las chatas entrando al corralón”,
chapaleando barro bajo el cielo de Pompeya, herido de lonjas rojas, con sus
gorriones y fabriqueras, con el eco de un bandoneón-“mariposa de alas negras”- brotando
del último organito de una ciudad entristecida.
Así se lanzó
entonces a nutrir a la auténtica cultura de los argentinos, dotando a la
canción popular de una pincelada lorquiana, al tiempo que imbuía a la milonga
de un acento candombero que promovería el elogio del mismísimo Nicolás Guillén.
Sus “versos para los hombres” acunaron entonces a la negra María, consolaron a
la mulata abandonada, invocaron al Papá Baltasar en nombre de los chicos
pobres, eternizaron al viejo ciego del violín y también a aquella Malena “con
voz de sombra”, en el paisaje indeleble de un “sur, paredón y después”. –De ese
modo, estampó una radiografía carreguiana de personajes y aconteceres de la
realidad, tan humildes y por eso, precisamente, tan importantes.
De idéntica manera,
se definió Homero en la cuestión
política. En vez del camino fácil a las diputaciones que le abría un
radicalismo conciliador, prefirió, como decía
Yrigoyen, la senda escarpada entre los precipicios, aquella que, según
el caudillo mendocino Lencinas, sólo puede treparse en alpargatas. Así, el
muchacho irigoyenista de la trifulca universitaria contribuyó a fundar
F.O.R.J.A: en 1935, porque supo que “éramos una Argentina colonial” y no vaciló
en exigir una Argentina liberada. El voto directo en “las internas”
partidarias, nacionalización de las empresas extranjeras y la reivindicación de
los derechos de los trabajadores se hicieron punta una y otra vez en su palabra
lanzada al viento, en las tribunas esquineras, modestas tarimas de cajoncitos
de cerveza, desde donde chisporrotearon luminosas verdades argentinas en la
noche sombría de los años treinta. Aquel
que calificaba a la piel de una muchacha como “magnolia que mojó la luna” se
transmutaba entonces en orador de combate: “Nos quieren hacer creer que hay una
cosa intocable en la economía: el gran
capital... Nos quieren convencer que el ferrocarril apenas da ganancia a sus
accionistas... Hay que crear la mentalidad opuesta y nacional, que frente a esa
lamentación diga sencillamente esto: que se vayan a la puta que los parió esos
accionistas”.
area dura esa de
la catacumba forjista, en esa época en que la tisis roe los pulmones de las
mujeres que pedalean en la máquina de coser “Singer”, cuando los rufianes
controlan lacalle Corrientes y las adolescentes
desaparecen misteriosamente del conventillo atraídas por “las luces del
centro”, tiempos infames que su amigo, aquel “del talento enorme y la nariz”,
denuncia en “Yira, yira...” y “Cambalache”.
Enorme coraje moral el suyo para continuar la prédica, mientras el
diputado Pinedo declara sin sonrojos, en el Congreso, que las empresas inglesas
le han pagado diez mi libras esterlinas por un proyecto, mientras un Decano de
Facultad proclama: “Aquí no quiero obreritos” y los presidentes de mesas
electorales reciben a los sufragantes con un “rajá, que ya votaste”. Sin
embargo, la misma tenacidad del poeta para recrear las emociones de sus
compatriotas, se derrama en la lid política donde fermentan tiempos nuevos. Es
irigoyenista “como pude haber sido reconquistador en 1807, libertador en
1810... montonero en 1830, confederacionista en 1855 y revolucionario en 1890”. Por eso mismo, cuando
las masas trabajadoras irrumpen en el escenario político, Manzi no vacila en su vieja fe y se
identifica con ellas. No se integra al peronismo, sin embargo, sino que lo
apoya desde su propia perspectiva. Entonces, dice: “Quienes nos tildan de
opositores, se equivocan. Quienes nos tildan de oficialistas, también. No somos
ni oficialistas ni opositores. Somos revolucionarios”. El amigo del pueblo, al
que expresa en sus versos y al que acompaña en su experiencia política, a la
cual valora como una nueva expresión del movimiento nacional que encarna,
tiempo atrás, don Hipólito Yrigoyen.
Poco después –el 3 de mayo de 1951 - la muerte
le punguea el corazón en el Sanatorio Costa Boero y se lo lleva, “lleno de
luces y colores... que integran mi cortejo final de despedida”. Sin embargo,
aún hoy, cuando en la radio del taxi de la madrugada o en la disquería
noctámbula de Corrientes, florecen otra vez sus versos “con un perfume de yuyos
y de alfalfa/ que nos llena de nuevo el
corazón”, parece como si el Homero indoblegable se pasease todavía con su cara
redonda y sus ojos limpísimos de niño- esos por donde “su frente triste de
pensar la vida, tiraba madrugadas” como diría Cátulo Castillo- para
mantener viva la canción y alentarnos la
esperanza.