Esa puta costumbre
Por Gastón Florio
gastonflorio@elpancholacoca.com.ar
Esa puta costumbre de la oligarquía, nunca parece acabar. Sin embargo,
aquel 16 de junio su odio fue más allá que voltear el régimen institucional:
matar a Perón, era el objetivo. La alianza histórica antidemocrática y
conservadora (Iglesia – Empresariado – Uniformados) acudió junta a la
verborragia de la Iglesia
antiperonista y la intolerancia de ese país integrador de la clase trabajadora,
de otros. Así, fracciones de la
Marina, junto a células civiles –que la historia oficial
denominará “rebeldes”- masacraron a la población civil que circulaba comúnmente
por la Plaza de
Mayo el 16 de junio de 1955. 34 aviones militares descargaron, aquel mediodía,
toneladas de bombas sobre la
Plaza de Mayo; matando a 364 personas, e hiriendo a 800. Otras
voces, aseguran que los muertos llegaron a 700 y el número de heridos superaron
el millar de personas.
Los antecedentes de esta masacre son varios. Políticos, ideológicos e
históricos. Los sueños de los conservadores, tanto uniformados y religiosos
como intelectuales y políticos, de volver al viejo país selecto y colonial, más
que un desvelo, representaban una obsesión. Para el ´55 el peronismo había ahondado
en la distribución de la renta, en los plenos derechos de los trabajadores y la
industrialización de la
Argentina, ejes que erizaban la piel de los dueños del viejo
país agroexportador. Consigo, el apoyo popular al gobierno debilitaba, con sus
imponentes números, las futuras ambiciones electorales de los conservadores.
Nada más le quedaba un atajo. Y, los mismos que acusaban al peronismo de
autoritario y bárbaro, supieron demostrar cruelmente el significado de esas
palabras. Sin embargo, al intento de golpe de Estado, le sumaron la pizca
macabra, que identificarán a los próximos golpes del país: el terror.
En 1953 en un acto de la
CGT, dos bombas colocadas en el medio de la muchedumbre
detonaron, anticipando el desquicio contra el peronismo y su movimiento. Ese
odio de la oposición, plasmado en “Viva el cáncer”, en pocos años se translució
en matar a civiles de forma bárbara. 2 muertos y 100 heridos, dejaron aquella
tarde de abril de 1953.
Los días anteriores a los bombardeos a la Plaza de Mayo, el país había
protagonizado un conflicto áspero ente la iglesia y el peronismo. La incidencia
de la cúpula eclesiástica se vio debilitada por la Ley de Divorcio y la
eliminación de la educación católica del país. El Estado avanzó en la
separación de la Iglesia
papal, despertando el enfado conservador; apostólico, romano.
Por aquel entonces, todo lo que era antiperonista, unificaba. Fue así,
que en el Corpus Cristi del 13 de junio de 1955, detrás de la bandera papal, lograron
encolumnar también a socialistas, conservadores, comunistas y radicales. Así
como en el ´45 la figura del embajador norteamericano permitió unificar a
grupos políticos antagónicos, en el ´55
fue la Iglesia. De
esta forma, el día 13 se convocó una manifestación antiperonista, donde el odio
llevó a quemar la bandera argentina y destruir una placa recordatoria de Evita.
La Policía Federal
comenzó a reprimir, logrando desmovilizar a los 250 mil manifestantes.
Los planes conspiradores comenzaban a motorizarse en medio de este
conflicto social. Perón mantenía bajo su control al Ejército y la Aeronáutica. Sin
embargo, la Marina
se componía, en mayor parte, por antiperonistas y conservadores, con vínculos
estrechos con la Iglesia. La
idea de sabotear al gobierno democrático, tenía tanto recorrido como el
peronismo. En 1951 un grupo de uniformados intentaron por medio de la armas
derrocar a Perón. No obteniendo éxito, los implicados en la conspiración
quedaron presos, siendo admitidos dos años después. El ex capitán Walter Viader
y el General Menéndez seguían operando en grupos civiles y militares. De esta
forma, ya arrancado el ´55, el plan golpista se introducía en sectores
universitarios, políticos, armados y religiosos, y se empujaba para el 16 de
julio de 1955.
Ese mediodía los ciudadanos esperaban con ansiedad ver volar los aviones
del Ejército programados para desagraviar la figura del General San Martín.
Dicho protocolo, había sido planificado por el gobierno nacional, para
contrarrestar el episodio antinacional de la quema de la bandera argentina, el
13 de junio. Pero, para la desdicha de los niños y adultos que estaban ese día
nublado en la Plaza
de Mayo, los aviones que sobrevolaron escupieron bombas y ráfagas de
metralletas sobre ellos y la Casa Rosada.
El golpe estaba en marcha, y el terror se presentaba como un actor más en la
historia del país.
Esa mañana, bien temprano, Perón recibió al
embajador norteamericano y minutos después se informó que el Vaticano lo había
excomulgado. A las nueve de la mañana el Jefe del Ejército, Franklin Lucero
entró a su despacho para comunicarle que estaba en marcha un plan golpista: las
bases de Puerto Indio y de Ezeiza habían sido tomadas por oficiales de la Marina desacatados.
Inmediatamente Lucero (General fiel, que tomaba sus vacaciones en la localidad
de Cortaderas, San Luis, frente a los cerros Comechingones) recomendó al
presidente refugiarse en el Ministerio del Ejército, ya que lo habían informado
de los planes de lanzar bombas de 100 k a la Casa Rosada.
En tanto, el crucigrama golpista, se desplegaba por tierra y aire, en
manos de marines y civiles. Los comandos civiles, bien y mesuradamente
preparados, se componían por dirigentes universitarios (Mariano Grondona, Mario
Amadeo, Luis Pardo, entre otros). En la Marina, la operación del Contraalmirante Samuel
Torranzo Calderón (Sub. Jefe de la Infantería de Marina), Horacio Mayorga y el mismo
Emilio Massera, fueron claves. Luego del golpe, si conseguían éxito, el radical
Miguel Ángel Zabala Ortiz, el socialista Américo Gioldi y el conservador Adolfo
Bichi, formarían un nuevo gobierno. Todo estaba pensado. La articulación de
estos distintos grupos se daría de este modo: una vez que los aviones del
Ejército bombardearan a la
Casa Rosada, los comandos civiles llegarían en 200 autos para
la toma de la Casa
de Gobierno, apoyados por los marines provenientes de Paseo Colón. Sin embargo,
el plan llegó a su primera etapa.
A la 12:40am el avión piloteado por Néstor
Noriega dejaba caer dos bombas para dar comienzo a la masacre. Una impactó en la Casa Rosada,
asesinando a la ordenanza; y la otra en la Plaza, directo a los civiles que transitaban y
aguardaban los aviones de desagravio al padre de la Patria. Un micro
escolar fue víctima, y dentro de él, decenas de niños muertos por el odio de
los que por las urnas ya no tenían chance.
Quizás, cuando se habla de la primera resistencia peronista, se acude a
que su espontaneidad predominó en ella, luchando juntos contra la proscripción.
Algunos historiadores argumentan que su comienzo no se debe a cuando Perón fue
derrocado, sino a los bombardeos del 16 de julio.
Minutos después a esas dos bombas, trabajadores, intelectuales y
militares leales, se levantaron en defensa al régimen democrático. La sorpresa
de aquella masacre, no limitó a millares a combatir a las tropas rebeldes.
Palos, revólveres y armas precarias escupían la indignación del pueblo a la
intolerancia de los conservadores. La
CGT llamó a los trabajadores a defender el gobierno, a “dar
la vida por Perón”; repartiendo armas en la sede de la central obrera. Sin
embargo, Perón paró el enfrentamiento, y destinó esa guardia, nada más a las
fuerzas armadas: “Ni un solo obrero debe ir a la Plaza de Mayo. Estos
asesinos no vacilarán en tirar contra ellos; esta es una cosa de soldados. Yo
no quiero sobrevivir sobre una montaña de cadáveres de trabajadores”. A pesar
del mensaje de Perón, trabajadores llegaron a la Plaza histórica a “dar la
vida por Perón”. Nadie mejor que ellos, podía sentir esta defensa como propia.
A las dos de la tarde un grupo de oficiales asalto la 7º Brigada Aérea
de Morón, tomaron nuevos aviones de guerra para el afán golpista. En tanto los
enfrentamientos en las cercanías de la
Plaza de Mayo no cesaban. Los militares leales al voto
popular, comandados por Franklin Lucero, a la altura de la tarde tenían el
horror controlado; es por ello que tras negociaciones, en el edificio de Marina
se visibilizaba una bandera blanca. La conspiración había fracasado. Sin
embargo, al acercarse grupos de trabajadores, los oficiales rendidos abrieron
fuego nuevamente, masacrando a decenas de obreros.
Nuevos aviones tomaron vuelo para arrojar bombas y tiros sobre la CGT, la Central de Policías, la
residencia Presidencial y el edificio de Obras Públicas, elevando los números
de muertos. A las cuatros de la tarde, camiones repletos de trabajadores llegaban
al Bajo para sumarse al Ejército, siendo atacados por tierra y por aire. Pero,
a las cinco, ya el fracaso golpista se selló. Los cobardes aviones se fugaron
al Uruguay, llevando solamente a un civil: al radical Miguel Ángel Zabala
Ortiz.
Los golpistas estaban derrotados. Las calles de la Capital teñidas de sangre.
Edificios destruidos. Un escenario idéntico a una Cuidad en medio de un
conflicto bélico. ¿Todo por qué? Por la impotencia de pocos. La pintada “Cristo
Vence” que mostraba cada avión asesino, sintetizaba el odio y la prepotencia de
ese poder que llegará a torturar y
aniquilar a su pueblo, por no saber cómo volver al poder. Los capítulos negros
se abrirán en nuestra reciente historia. Casi sesenta años más tarde, se
sepultó el olvido de aquel día, y la memoria nos recuerda dos cosas: que hay
ciertos sectores que nunca pudieron aceptar el asenso social de los
trabajadores, y que el “vale todo” es una hipótesis no tan lejana para aquellos
que en la pelea electoral, perdieron.