"Muchachos, los de afuera son de palo, que comience la función"
Por Gastón Florio
gastonflorio@elpancholacoca.com.ar
La ciudad de la fiesta estaba lista para el
carnaval más grande de la historia del Brasil. Río era alegría y euforia, los
ricos se abrazaban con los pobres para gritar juntos: Brasil Campeão.
Tragos tropicales, pomposas carrozas y el estadio más grande del mundo, O
Maracaná, se aventuraban a anticipar al nuevo campeón de futbol, luego de
doce años sin este evento a causa de la II Guerra. Los principales matutinos de Brasil ya
tenían listas las portadas del otro día; “Brasil Campeão Mundial de Futebol 1950”. El presidente
Francés de la FIFA Jules
Rimet, tenía, en el bolsillo de su saco azul, antes del
partido final, un solo discurso hecho para el nuevo campeón. Sin embargo los
pronósticos del mundo entero, en menos de un tiempo de 45 minutos, se fueron a
la mierda…
Era el 16 de julio de 1950. El tercer mundial
de futbol rodaba en Brasil y albergaba al condimento especial, el estadio más grande
del planeta: el Maracaná. Ese gigante estaba listo para la final pactada a las
15.30hs: Brasil – Uruguay. Por un lado, los locales que venían de golear a
Suecia y España, con una racha goleadora impactante. Sus delanteros Friaça,
Ademir y Chico rompieron la red del gigante 13 veces en tan sólo dos
encuentros. Y por el otro, los charrúas. Un equipo bastante demoledor. La
polenta característica de los yoruguas con su ofensiva distintiva, les había
conseguido elogios del mundo entero. Un título mundial y dos primeros lugares
en los últimos juegos Olímpicos hacían a Uruguay un rival digno. Pero claro,
nadie le iba a arrebatar de las manos a los brasileros la Copa Jules Rimet,
porque todo estaba escrito; sin embargo ¡no! Tantos brujos se olvidaban que con
la pelota en juego todo puede pasar. Y así fue.
Los dos países vivían procesos políticos
similares. Getúlio Vargas, antiguo presidente del Brasil, conseguiría días
después a la gran final un nuevo mandato, donde profundizara la intervención
del Estado en la economía, brindándole a los trabajadores la inserción a la
vida publica de la vieja colonia Portuguesa. En tanto, en el Rio de la Plata, también se aceleraba
el Estado de Bienestar. Batlle Berres, presidente uruguayo después de la muerte
de Tomás Berreta (1947), supo aprovechar al máximo lo que la guerra de Correa
le proponía, y así logró aumentar a cifras record las exportaciones de su país.
Su política iba en sintonía con la de sus mandatarios vecinos, Getúlio Vargas y
Juan D. Perón: industrialización del país, protección al mercado interno y
garantía a los derechos sociales.
Algunas estadísticas cuentan que en la final
del 50´ más de 200.000 personas asistieron a ver a su seleccionados levantar la
copa du mundo, en cambio otras dan que las brasileros eran 173.850. En
fin, veámoslo así: Imaginémonos que mañana se levanta el Indio cebado y le pega
un llamado a Skay:
–Flaco, Volvamos- le dice-
hagamos una fecha en la
Capital y después seguimos por la nuestra.
Más o menos esa minada de gente esperaba en
Río de Janeiro ver campeón a Brasil, y el Maracaná era el corsódromo elegido.
En frente solamente cien yoruguas perdidos entre la multitud nunca vista en un
partido de futbol.
La presión era tal, que en los vestuarios
antes que la pelota se ponga en juego, a Juan López Fontana, director técnico
de Uruguay, le temblaron las rodillas ante los gritos descomunales de los
brazucas. Fue en ese momento que les pidió a sus once gladiadores que jueguen a
la defensiva y esperen a su rival. Sin embargo, para suerte de la historia, no
le dieron bola y Obdulio Varela -peón de albañil y figura clave en ese
seleccionado- les dijo a sus compañeros: "Juancito es un buen hombre,
pero ahora se equivoca. Si jugamos para defendernos, nos sucederá lo mismo que
a Suecia o España”. En criollo; si salían con esa táctica, le iban a romper
el toto. Sin embargo, la garra de Varela no murió ahí, y en el túnel se
apresuró a aplacar a esos 200.000 gritos simuladamente victoriosos y le volvió
a decir a sus compañeros: ¡Muchachos, los de afuera son de palo, que comience
la función!
Ya en el campo de batalla, Brasil se fue con
todo al ataque. La gente alentaba y la fortaleza del arquero de Uruguay se
acrecentaba bombazo a bombazo. Los hinchas y la prensa local se desquiciaban al
ver que el marcador seguía en 0. Ademir y Chico no conseguían romper los palos,
y así se fue el primer tiempo, empate sin goles. Barbosa, el arquero brasileño,
estaba como nuevo, todo lo que iba del partido había transcurrido en el otro
arco.
En tanto, en el minuto 2 del tiempo
complementario, Friaça anota y la alegría estalla en las tribunas del Maracaná:
era para ellos el comienzo de una goleada asegurada y de la fiesta esperada.
Para Uruguay, el momento de hacer un parate, pensar en frio y seguir con la
cabeza pa´rriba, y así fue que lo entendió Obdulio Varela. Perdió entonces
algunos minutos discutiendo con el réferi una posición adelantada que nunca
existió, mientras su equipo se recuperaba. Años después el jugador reconoce que
de haber seguido el partido con normalidad, perdían por goleada. Sin dudas, la
historia también se gana con viveza.
Sin embargo la euforia descontrolada duro
escasos minutos. La tramoya de Varela dio sus frutos y a los 21 del segundo
tiempo Juan Alberto Schiaffino marcó el empate para sorpresa del mundo. Uruguay
se mantenía tranquilo, defendía ordenadamente y Barbosa empezaba a trabajar en
la portería. En cambio Brasil no entendía lo que pasaba. Era ilógico, faltando
poco y nada del partido y la victoria no estaba en casa. Pero minutos más
tarde, la confusión brasilera se transformaría en la mismísima nada.
Varela encaró decidido y logró dejar en el camino a dos locales, lanzando un
pase milimétrico a Ghiggia, delantero a lo Forlán. El rioplatense le manda un
puntinazo al arco del Maracaná y Barbosa se arroja para desviar la pelota, pero
nada más consigue rozarla, no impidiendo el gol. Tiempo después se lamentaría
el numero 1: “Llegué a tocarla y creí que la había desviado al tiro de esquina,
pero escuché el silencio del estadio y me tuve que armar de valor para mirar
hacia atrás. Cuando me di cuenta de que la pelota estaba dentro del arco, un
frío paralizante recorrió todo mi cuerpo y sentí de inmediato la mirada de todo
el estadio sobre mí". Barbosa quedó solo, entre la pelota y 200.000 almas
quebradas. 2-1. Todo estaba perdido… Pitazo final, Uruguay bicampeón y todo un
país mudo.
Los diarios locales no salieron, las carrozas
se quemaron, todo un pueblo apagado. Hubo unos pares de fanáticos que llegaron
al borde de la locura y se suicidaron, por no entender este deporte, el cual
nunca ofrece ese cómodo “seguro”. Por esto el futbol es el futbol. Nunca uno se
puede confiar en él, pero es el único que se escapa de los académicos
pronósticos del mundo moderno y nos hace vivir plenamente amarguras y lujurias.
Eso sí, para el pueblo brasilero hay un solo culpable: Barbosa. Diría este
arquero años después: “En mi país, la máxima condena para un crimen es de 35
años. Hace casi 50 años que aún no consigo pagar esa pena que me impuso el
pueblo brasileño’’.