"Julián Centeya" por Norberto Galasso AYER NOMÁS NÚMERO 7, Mayo 2011

Julián Centeya


Por Norberto Galasso

En esos años lee y escribe mucho. La circunstancia de haberse inventado como Julián Centeya, es decir, un juglar de la calle, glosador de tangos, frecuentador de boliches y amigo de malandras, cultor de un lenguaje reo, nutrido en la mala vida de la noche porteña, ha tapado al intelectual, de profunda cultura literaria, conocido sólo por los amigos más íntimos. El juega con esa imagen, de puro irreverente hacia los académicos y letrados y sólo excepcionalmente reivindica su amistad con la cultura: “Piensan que no salgo del perímetro inventado por Homero Manzi en Nueva Pompeya –a quien también, por otra parte, le sobraba cultura auténtica- y a nadie se le ocurre que me apasionan los poemas de Blaise Cendrars y que a Henry Miller lo tengo permanentemente al alcance de mi fervor”.[i]
Ocurre, a veces, que algunos se asombran cuando cita a Verlaine, a Miguel de Unamuno o a César Vallejo o cuando lanza opiniones profundas sobre la actualidad del muralismo mejicano, la novela norteamericana o la corriente cinematográfica neorrealista. César Tiempo, señala, años más tarde, ese ocultamiento de su formación intelectual, nutrida de alta cultura –semejante al practicado por Jauretche- acentuando sus rasgos atorrantes como para tomar distancia de las élites: “Julián Centeya, en todo lo que escribió, dejó marcada la uña del león, en prosas y versos que vuelan dentro del vuelo. Y es que Julián fue un periodista de estirpe, un prosista de raza y un poeta que ocultó pudorosamente su razón de ser, su ternura de hombre amasijazo por la pobreza, pero siempre entero y dispuesto a hacernos creer que su pianito de escribir era una pianola, sus jilgueros unos gorriones disfónicos, sus lágrimas, agua y cloruro de sodio”.[ii]
Pero, aún más, Julián distingue claramente – en razón de que se ubica en la óptica popular- la diferencia entre la culturosidad cosmopolita de los intelectuales del sistema, de la cultura nacional que amasan aquellos que nutren su pluma en las vicisitudes, dolores y esperanzas del argentino común. Así, sostiene: “Mirá, de una vez por todas hay que demostrar que existe una literatura nacional. Pero popular. Y hay nombres que definitivamente tienen que estar en los libros de literatura argentina. Por ejemplo, Carlos de la Púa, autor de un solo libro que resiste el tiempo y es inimitable. Fue capaz de todo. De ser millonario. Y de morirse. Te digo también Nicolás Olivari, descarnado y profundo. La mala palabra en él fue su mejor caricia. Roberto Arlt, que con su estilo y su obra tan parecidos a su rostro, sigue siendo el novelista del asombro… Ese tipo  no tiene par… Homero Manzi, que se encontró en la canción más que en otro estilo y es bello por su amor al barrio y a las cosas minúsculas… Scalabrini Ortiz, que cinchó el país desde la locomotora, con profunda fe en el sistema que arroja millones de pérdida y le cantó a la ciudad espiando la soledad del hombre de Corrientes y Esmeralda… Lógicamente, no podía ser un gordo lleno de sopa… Macedonio Fernández, de quien me gustaría ser su amigo, porque me placen los hombres con dos cosas: talento y ternura. Hay que decir Jauretche, de quien me gustan las espinas y las malas palabras que saca del bolsillo y su juventud para el combate, la sinceridad vascuence que en él viene de raza y el desparpajo porteñísimo que luce como una flor en el ojal… Todos estos hombres, desde su ángulo laborioso, contribuyen a la ubicación de la palabra nuestra con que se necesita expresar la propia literatura. Cansados de tener escritores con chapa extranjera en la puerta de la casa (esto es de Juan Carlos Lamadrid, poeta y mariano) estos siete escritores nos reconcilian con el destino que todavía tenemos que darle a la literatura nacional”.[iii]




[i]  Julián Centeya, El Mundo, 25/9/1973.
[ii] César Tiempo en, Captura recomendada.
[iii] Julián Centerya, en reportaje de J. Lagos.