"¿Yo?, a-político" por M. Eugenia Martínez CULTURA NÚMERO 7, Mayo 2011

¿YO?, A-POLÍTICO



Por María Eugenia Martínez
eugeniamartinez@elpancholacoca.com.ar


 “El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los frijoles, del pan, de la harina, del vestido, del zapato y de los remedios, dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales”   
Bertolt Bretch (1898-1956)

Hace algunos días volví a leer esta frase del famoso dramaturgo Bertolt Bretch, a quien quizás pocos conocen, pero muchos habrán escuchado nombrar alguna vez. Lo cierto es que al leerla volví a pensar en una expresión muy común, que seguramente muchos de los que participamos en algún tipo de actividad que implique un compromiso con lo político habremos escuchado, sin terminar de entender bien qué quieren decir los que la  utilizan. “No me interesa la política”. Miles de veces lo he escuchado (de familiares, de amigos, y otros) y, por más que lo piense y lo repiense, todavía no puedo entender a qué se refieren. ¿Estarán hablando de la política partidaria? ¿Querrán decir que no les interesa aspirar a una carrera política para ocupar un cargo en la gestión pública? ¿Será que votar les resulta aburrido e innecesario? ¿Tal vez no les interesa saber en lo más mínimo quiénes son los que nos gobiernan y de acuerdo a qué principios? ¿O será que simplemente les importa muy poco asumir que somos seres políticos, y que cada postura que tomamos en el trabajo, la universidad o cualquier otra actividad colectiva es en sí una actitud política, aunque velada por la naturaleza de la actividad? Resulta cómodo caer en el simplismo de desligarse de la responsabilidad de que todos, como ciudadanos de un sistema democrático, tenemos de involucrarnos de alguna forma en la cuestión de la toma de decisiones respecto de la administración, gestión y distribución de nuestros recursos, pero estoy más que segura que si preguntara a cada uno de los que sostiene este desinterés si preferirían delegar a un círculo de entendidos la tarea de elegir nuestros representantes, o instaurar un régimen monárquico o dictatorial, al instante se negarían y apelarían al derecho de los pueblos a elegir. Absolutamente de acuerdo, tenemos ese derecho, y debemos hacerlo valer… ¿pero cómo? ¿Desinteresándonos? Tomando esa postura lo único que hacemos es dejar un margen aún más amplio para que los que nos gobiernan tomen decisiones que, lejos de contribuir al bien común, más bien nos perjudican a todos.
En la reconstrucción de la historia están las claves para entender el porqué de esta idea que, lejos de ser a-política, resulta ser mucho más funcional al poder de lo que creen los que la sostienen. En efecto, el golpe de Estado de 1976 implicó mucho más que el desmantelamiento y reestructuración del aparato productivo y la instauración de un poder político profundamente antidemocrático, genocida y favorable a los intereses del capitalismo neoliberal. El terrorismo de Estado, la presencia de las botas en las calles, las detenciones, reclusiones en centros clandestinos de tortura y desapariciones de personas vinculadas al quehacer político, en suma, la instauración total del terror en la sociedad dejó una herida en la conciencia colectiva que todavía sangra. De hecho (y a modo de ejemplo), todavía hoy se mantiene el miedo a firmar en apoyo de alguna causa en cualquier evento masivo, con la idea que esos datos puedan significar en algún momento un compromiso político (¿quién no escuchó alguna vez la advertencia: “no firmes, por las dudas”?), un efecto concreto del miedo que todavía sentimos a involucrarnos aunque sea a través de una simple firma, ni digamos de la participación activa. Las consecuencias de la sangrienta dictadura significaron, al nivel de la conciencia colectiva, que cualquier tipo de intervención en la cosa pública podría traer como saldo resultados más que temibles. Es decir, que si el fin último del Estado genocida fue transformar las relaciones sociales (quiero decir, los modos de relación entre el ser y el hacer, y los modos de interacción de los sujetos entre sí) resulta interesante pensar a la última dictadura como puntapié inicial de la despolitización de la sociedad argentina.
La vuelta de la democracia encontró una sociedad sumamente descreída del Estado y fuertemente despolitizada, si la comparamos con los años previos a la dictadura militar. Aunque el inicio del gobierno alfonsinista implicó una ola de afiliaciones a partidos, grandes movilizaciones, la posterior creación del PI, etc.; es interesante notar que el entusiasmo inicial se diluyó en una serie de decepciones respecto del desempeño del primer gobierno democrático post-dictadura. Siete años de terrorismo de Estado significaron efectos al nivel del compromiso y la confianza en la participación en el ámbito de lo público. Pero también con el regreso de la democracia finalmente le conocimos la cara al terror. Los juicios a las Juntas y los testimonios de los sobrevivientes constituyeron un elemento fundamental para dar cuenta del horror de los años oscuros y, con ello, instalar la cultura del miedo a la política.  Más tarde,  con la aplicación de las leyes de Obediencia debida y Punto final, se sumó una nueva decepción, en tanto que  dejaron la sensación de un poder político que dejaba sin castigo a los perpetradores del horror, y una democracia débil, poco fortalecida, que no podía desarrollarse fuera de las presiones de las corporaciones militares y los grandes capitales. 
Con el menemato asistimos (creo, sin embargo, un tanto partícipes y cómplices) al gran teatro de la frivolización de la política y la cultura del individualismo consumista. Las promesas de salariazo y revolución productiva, la pizza con champán, los dinosaurios políticos ocupando cargos en la gestión del gobierno, el indulto a los militares, los muertos de la Embajada de Israel, los de la AMIA, la Ferrari, la promesa del viaje a la estratósfera, la pista de Anillaco, la muerte de Carlos Menem Jr., José Luis Cabezas , Yabrán, la paridad peso-dólar sostenida a costo del empobrecimiento de cada vez más argentinos, la licuadora y el insípido “Tamagochi” (esa especie de mascota virtual que circulaba en las escuelas bien), las vacaciones en Brasil, los espejitos de colores, el golf, la reforma de la constitución, la destrucción sistemática de un país. En el lapso de diez años se fue formando la idea de que la política es un ámbito en el que todo vale, se amalgamó la relación “política=corrupción” en el imaginario colectivo, la idea de que no tiene sentido luchar en conjunto si es mucho más rápido y fácil hacerlo solo, el fin de las utopías, el facilismo y la apatía.
Y como éramos niños que jugábamos sin pensar en lo que vendría nos conseguimos un Chupete para engañar el paladar, para seguir jugando a que otro resuelva los problemas, sin detenernos, sin interesarnos, sin cuestionarnos. Por fin la realidad (como siempre) nos pegó un cachetazo de esos que duelen y mucho, y generan impotencia. Y salimos a la calle, a reclamar, a pedir, como niños…algunos entendieron que la salida estaba en organizarse, otros en irse, otros en quejarse delante del televisor, en el ascensor, o en el colectivo. Pero algo de  la imposición de la cultura del “no te metas”, de la persecución y desaparición de militantes durante los ´70, de la sensación de injusticia, del dolor (consciente y no tanto) por la generación que no está, de la sensación del sinsentido, de la frivolización de la política, del votar sin confianza, de la decepción del “piquete y cacerola, la lucha es una sola”, del colapso y, con él, la desilusión de una esperanza de cambio, de que no se fue ninguno; algo de todo eso hizo que en el transcurso de los años se convirtiera a una sociedad politizada en una sociedad que cree que la política es una mala palabra.
Error de concepto, quisiera decir: la política no es en sí mala (basta de simplismos, por favor!), lo malo, en todo caso, son los modos de hacer de la política, los fines a los cuales puede servir, o las personas que la pueden ejercer, pero no la política. La política es el proceso de la toma de decisiones sobre la administración y gobierno de un Estado y una sociedad, el cual está operado ideológicamente, ¿o no es por eso que votamos a nuestros representantes? De todas formas, la política no se limita a depositar un voto cada tanto en una urna. Existen miles de espacios como personas donde la política se ejerce día a día, ¿o  acaso nunca a nadie se puso a pensar en cómo sería el mundo en el que quisiera vivir? Ponerse a hacer ese mundo es interesarse, por nosotros, por los que están al lado, y por los que van a venir. Cada día, en situaciones cotidianas, estamos tomando decisiones políticas. El modo en cómo administramos nuestra economía individual, nuestro tiempo, nuestras relaciones con los demás, todo ello es político (¿a alguno le gusta que le digan cómo gastar su plata, cómo manejar su tiempo, o cómo relacionarse?) aunque a escala menor. Trasladémoslo al campo colectivo…no nos gusta ser espectadores de lo que otros deciden por nosotros, ¿no? Entonces hagamos, no importa desde dónde. Hoy en día, los canales de participación están mucho más abiertos que en otro momento. Plantear debates a nivel colectivo tales como la discusión acerca de los medios de comunicación, la manipulación de la información, el matrimonio igualitario, el derecho a la vivienda, la distribución de la riqueza, el ingreso universal por hijo, entre otros; invita a pensar acerca de cómo queremos construir el futuro, qué proyecto de país queremos, y de qué forma lograrlo. Instalar estos debates invita a posicionarse, a involucrarse nuevamente: no es casual la creciente participación de los jóvenes en ámbitos militantes (tanto partidarios, como extrapartidarios). Las condiciones históricas actuales nos presentan nuevas oportunidades:  pensemos, militemos, escribamos en una revista, organicémonos en el trabajo, discutamos, intercambiemos opiniones con otros que piensan distinto, intentemos descubrir nuevas ideas, escuchemos, interesémonos por el otro, caminemos mirando alrededor, viendo qué pasa, leamos más, imaginemos otros escenarios, perdamos el miedo, salgamos de la queja y la resignación; en definitiva: hagamos. Es la única forma de no sentir la impotencia y la resignación de decir: “no me interesa la política”.