"Esa puta costumbre" por Gastón Florio ACORDATE NÚMERO 8, junio 2011

Esa puta costumbre


Por Gastón Florio
gastonflorio@elpancholacoca.com.ar

  Esa puta costumbre de la oligarquía, nunca parece acabar. Sin embargo, aquel 16 de junio su odio fue más allá que voltear el régimen institucional: matar a Perón, era el objetivo. La alianza histórica antidemocrática y conservadora (Iglesia – Empresariado – Uniformados) acudió junta a la verborragia de la Iglesia antiperonista y la intolerancia de ese país integrador de la clase trabajadora, de otros. Así, fracciones de la Marina, junto a células civiles –que la historia oficial denominará “rebeldes”- masacraron a la población civil que circulaba comúnmente por la Plaza de Mayo el 16 de junio de 1955. 34 aviones militares descargaron, aquel mediodía, toneladas de bombas sobre la Plaza de Mayo; matando a 364 personas, e hiriendo a 800. Otras voces, aseguran que los muertos llegaron a 700 y el número de heridos superaron el millar de personas.
  Los antecedentes de esta masacre son varios. Políticos, ideológicos e históricos. Los sueños de los conservadores, tanto uniformados y religiosos como intelectuales y políticos, de volver al viejo país selecto y colonial, más que un desvelo, representaban una obsesión. Para el ´55 el peronismo había ahondado en la distribución de la renta, en los plenos derechos de los trabajadores y la industrialización de la Argentina, ejes que erizaban la piel de los dueños del viejo país agroexportador. Consigo, el apoyo popular al gobierno debilitaba, con sus imponentes números, las futuras ambiciones electorales de los conservadores. Nada más le quedaba un atajo. Y, los mismos que acusaban al peronismo de autoritario y bárbaro, supieron demostrar cruelmente el significado de esas palabras. Sin embargo, al intento de golpe de Estado, le sumaron la pizca macabra, que identificarán a los próximos golpes del país: el terror.  
  En 1953 en un acto de la CGT, dos bombas colocadas en el medio de la muchedumbre detonaron, anticipando el desquicio contra el peronismo y su movimiento. Ese odio de la oposición, plasmado en “Viva el cáncer”, en pocos años se translució en matar a civiles de forma bárbara. 2 muertos y 100 heridos, dejaron aquella tarde de abril de 1953.
  Los días anteriores a los bombardeos a la Plaza de Mayo, el país había protagonizado un conflicto áspero ente la iglesia y el peronismo. La incidencia de la cúpula eclesiástica se vio debilitada por la Ley de Divorcio y la eliminación de la educación católica del país. El Estado avanzó en la separación de la Iglesia papal, despertando el enfado conservador; apostólico, romano.
  Por aquel entonces, todo lo que era antiperonista, unificaba. Fue así, que en el Corpus Cristi del 13 de junio de 1955,  detrás de la bandera papal, lograron encolumnar también a socialistas, conservadores, comunistas y radicales. Así como en el ´45 la figura del embajador norteamericano permitió unificar a grupos políticos antagónicos, en el  ´55 fue la Iglesia. De esta forma, el día 13 se convocó una manifestación antiperonista, donde el odio llevó a quemar la bandera argentina y destruir una placa recordatoria de Evita. La Policía Federal comenzó a reprimir, logrando desmovilizar a los 250 mil manifestantes.
  Los planes conspiradores comenzaban a motorizarse en medio de este conflicto social. Perón mantenía bajo su control al Ejército y la Aeronáutica. Sin embargo, la Marina se componía, en mayor parte, por antiperonistas y conservadores, con vínculos estrechos con la Iglesia. La idea de sabotear al gobierno democrático, tenía tanto recorrido como el peronismo. En 1951 un grupo de uniformados intentaron por medio de la armas derrocar a Perón. No obteniendo éxito, los implicados en la conspiración quedaron presos, siendo admitidos dos años después. El ex capitán Walter Viader y el General Menéndez seguían operando en grupos civiles y militares. De esta forma, ya arrancado el ´55, el plan golpista se introducía en sectores universitarios, políticos, armados y religiosos, y se empujaba para el 16 de julio de 1955.
  Ese mediodía los ciudadanos esperaban con ansiedad ver volar los aviones del Ejército programados para desagraviar la figura del General San Martín. Dicho protocolo, había sido planificado por el gobierno nacional, para contrarrestar el episodio antinacional de la quema de la bandera argentina, el 13 de junio. Pero, para la desdicha de los niños y adultos que estaban ese día nublado en la Plaza de Mayo, los aviones que sobrevolaron escupieron bombas y ráfagas de metralletas sobre ellos y la Casa Rosada. El golpe estaba en marcha, y el terror se presentaba como un actor más en la historia del país.
 Esa mañana, bien temprano, Perón recibió al embajador norteamericano y minutos después se informó que el Vaticano lo había excomulgado. A las nueve de la mañana el Jefe del Ejército, Franklin Lucero entró a su despacho para comunicarle que estaba en marcha un plan golpista: las bases de Puerto Indio y de Ezeiza habían sido tomadas por oficiales de la Marina desacatados. Inmediatamente Lucero (General fiel, que tomaba sus vacaciones en la localidad de Cortaderas, San Luis, frente a los cerros Comechingones) recomendó al presidente refugiarse en el Ministerio del Ejército, ya que lo habían informado de los planes de lanzar bombas de 100 k a la Casa Rosada.
  En tanto, el crucigrama golpista, se desplegaba por tierra y aire, en manos de marines y civiles. Los comandos civiles, bien y mesuradamente preparados, se componían por dirigentes universitarios (Mariano Grondona, Mario Amadeo, Luis Pardo, entre otros). En la Marina, la operación del Contraalmirante Samuel Torranzo Calderón (Sub. Jefe de la Infantería de Marina), Horacio Mayorga y el mismo Emilio Massera, fueron claves. Luego del golpe, si conseguían éxito, el radical Miguel Ángel Zabala Ortiz, el socialista Américo Gioldi y el conservador Adolfo Bichi, formarían un nuevo gobierno. Todo estaba pensado. La articulación de estos distintos grupos se daría de este modo: una vez que los aviones del Ejército bombardearan a la Casa Rosada, los comandos civiles llegarían en 200 autos para la toma de la Casa de Gobierno, apoyados por los marines provenientes de Paseo Colón. Sin embargo, el plan llegó a su primera etapa.
 A la 12:40am el avión piloteado por Néstor Noriega dejaba caer dos bombas para dar comienzo a la masacre. Una impactó en la Casa Rosada, asesinando a la ordenanza; y la otra en la Plaza, directo a los civiles que transitaban y aguardaban los aviones de desagravio al padre de la Patria. Un micro escolar fue víctima, y dentro de él, decenas de niños muertos por el odio de los que por las urnas ya no tenían chance.
  Quizás, cuando se habla de la primera resistencia peronista, se acude a que su espontaneidad predominó en ella, luchando juntos contra la proscripción. Algunos historiadores argumentan que su comienzo no se debe a cuando Perón fue derrocado, sino a los bombardeos del 16 de julio.
  Minutos después a esas dos bombas, trabajadores, intelectuales y militares leales, se levantaron en defensa al régimen democrático. La sorpresa de aquella masacre, no limitó a millares a combatir a las tropas rebeldes. Palos, revólveres y armas precarias escupían la indignación del pueblo a la intolerancia de los conservadores. La CGT llamó a los trabajadores a defender el gobierno, a “dar la vida por Perón”; repartiendo armas en la sede de la central obrera. Sin embargo, Perón paró el enfrentamiento, y destinó esa guardia, nada más a las fuerzas armadas: “Ni un solo obrero debe ir a la Plaza de Mayo. Estos asesinos no vacilarán en tirar contra ellos; esta es una cosa de soldados. Yo no quiero sobrevivir sobre una montaña de cadáveres de trabajadores”. A pesar del mensaje de Perón, trabajadores llegaron a la Plaza histórica a “dar la vida por Perón”. Nadie mejor que ellos, podía sentir esta defensa como propia.
  A las dos de la tarde un grupo de oficiales asalto la 7º Brigada Aérea de Morón, tomaron nuevos aviones de guerra para el afán golpista. En tanto los enfrentamientos en las cercanías de la Plaza de Mayo no cesaban. Los militares leales al voto popular, comandados por Franklin Lucero, a la altura de la tarde tenían el horror controlado; es por ello que tras negociaciones, en el edificio de Marina se visibilizaba una bandera blanca. La conspiración había fracasado. Sin embargo, al acercarse grupos de trabajadores, los oficiales rendidos abrieron fuego nuevamente, masacrando a decenas de obreros.
  Nuevos aviones tomaron vuelo para arrojar bombas y tiros sobre la CGT, la Central de Policías, la residencia Presidencial y el edificio de Obras Públicas, elevando los números de muertos. A las cuatros de la tarde, camiones repletos de trabajadores llegaban al Bajo para sumarse al Ejército, siendo atacados por tierra y por aire. Pero, a las cinco, ya el fracaso golpista se selló. Los cobardes aviones se fugaron al Uruguay, llevando solamente a un civil: al radical Miguel Ángel Zabala Ortiz.
  Los golpistas estaban derrotados. Las calles de la Capital teñidas de sangre. Edificios destruidos. Un escenario idéntico a una Cuidad en medio de un conflicto bélico. ¿Todo por qué? Por la impotencia de pocos. La pintada “Cristo Vence” que mostraba cada avión asesino, sintetizaba el odio y la prepotencia de ese poder que llegará a torturar  y aniquilar a su pueblo, por no saber cómo volver al poder. Los capítulos negros se abrirán en nuestra reciente historia. Casi sesenta años más tarde, se sepultó el olvido de aquel día, y la memoria nos recuerda dos cosas: que hay ciertos sectores que nunca pudieron aceptar el asenso social de los trabajadores, y que el “vale todo” es una hipótesis no tan lejana para aquellos que en la pelea electoral, perdieron.