"El 22 de agosto" por Mariano Salvatierra ACORDATE NÚMERO 10, agosto 2011

EL 22 DE AGOSTO


Por Mariano Salvatierra
marianosalvatierra@elpancholacoca.com.ar

El contraalmirante Hermes Quijada quiere explicar lo que pasó. Acude a un pizarrón, pero nadie cree lo que sucedió para él, el 22 de agosto. La sociedad en su conjunto lo reprueba y tres sobrevivientes que se hicieron pasar por muertos, también: fue una masacre.
A mil kilómetros al sur de Buenos Aires, casi a las márgenes del mundo, se emplazaba el penal “de máxima seguridad” de Rawson. En las cercanías había mil infantes de marina, concentrados en la base Almirante Zar, de Trelew; doscientos gendarmes; setenta soldados del ejército, y cien policías. En el estómago de la prisión, ciento diez presos políticos organizaban la fuga más extraordinaria de la historia latinoamericana reciente.
Montoneros, FAR y ERP actuarían  por primera vez, en conjunto. Lo veían como la gran oportunidad del anhelo tan soñado hacia la unidad de las organizaciones armadas; eran momentos en donde la mitad de la población, apoyaba o justificaba, al menos, la existencia de las guerrillas. Corría un frío agosto de 1972. Y las dos formaciones peronistas y aquel ERP que defenestraba la “heteronomía de la conciencia obrera”, ya tenían su día D: el martes 15.
“Perros”, “Montos” y “faroles” tuvieron diversas labores que se extendieron en un trazo milimétrico de planificaciones, tanto los de adentro, como los de afuera del penal. Con el golpe crónico del viento patagónico, tan sólo alumbrado por los faroles del panóptico, se jugaban picaditos y se discutía sobre la unidad, en un documento que alguien bautizó como “Opiniones sobre los problemas centrales de la guerra revolucionaria en esta etapa”. Eran doce grupos divididos en seis pabellones, que los debían tomar para asegurar la fuga en contingentes sucesivos, escalonados según un riguroso orden de prelación, que iba del número uno (Santucho) al ciento diez. Tosco había dejado claro que apoyaba la fuga, pero que él no se iría; porque los compañeros lo habían elegido para estar ahí (representando a los obreros y no en la clandestinidad), porque era un militante político y social, y porque consideraba que era una responsabilidad del dictador Lanusse que él saliera de allí.
El Robi, Osatinsky y Gorriarán Merlo se le acercaron.
- Mirá gringo – dijo Santucho – nos vamos a fugar.
Entonces el sindicalista se sentó en cuclillas, pensando, tomándose su tiempo tal vez, para reparar la circunstancia política que lo interpelaba. Luego largó el aliento:
- ¿Y yo qué tengo que hacer?
El plan: secuestrar un avión, volar a la chile de Allende y luego a la Cuba socialista.
Todo había salido perfecto, cada cálculo en cada pabellón, cada movimiento. Al menos los de adentro que tenían la convicción de que iban a escapar, y “ganas de vivir”. Pero no tanto como los de afuera,  que le erraron a una señal y retiraron los camiones que ya estaban llegando a la cárcel completamente tomada. Sin bajar los brazos, los presos políticos llamaron a unos remises y de los ciento diez que se iban a escapar, tan sólo se fueron veinticinco. Y tras otro traspié, en el avión secuestrado en el aeropuerto de Trelew, sólo pudieron exiliarse seis. Los diecinueve restantes se atrincheraron en la torre de control, llamaron a los periodistas y a sus abogados.
Días después Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, pedían junto a otros intelectuales, un asilo para los exiliados, al tiempo que Allende hacía lo suyo para salvarlos del pedido extradición.
Fingiendo cumplir una promesa, la dictadura separó a los militantes de l magistrado que seguía la caravana militar. Los llevaron a la base Almirante Zar, incomunicados, y luego los amenazaron. A las tres de la madrugada del 22 de agosto, el teniente Bravo y el cabo Marchán los levantaron, les hicieron formar  dos hileras y, con la complicidad de oficiales y suboficiales, “el aire se cubrió de gritos y balas”. Tres de ellos sobrevivieron para contar la verdadera historia, pero la dictadura de Videla los desapareció posteriormente.
La población vivió la noticia con impotencia y los niños de Rawson apedreaban los vehículos militares cuando los veían pasar por los caminos. Para la dictadura de Lanusse fue un golpe en el estómago. Para el campo popular, un dolor inmenso.
La explicación de que los diecinueve se quisieron fugar, por parte de las fuerzas armadas, no la creyeron ni los más ilusos. Ni los que la quisieron creer.
El 24 por la mañana, en la sede peronista de avenida La Plata, en Buenos Aires, se velaron los muertos frente a una muchedumbre silenciosa de militantes y familiares. Al atardecer, policía y militares tiraron la puerta abajo con un tanque, reprimieron a los presentes, tiraron gases, a otro tanto se los llevaron presos y cargaron los cajones como si fueran bolsas de papas.
Un tiempo después el cineasta Raymundo Gleyzer consiguió una copia de la filmación periodística en la torre de control. Con ese material realizó un film. En él, se puede ver a Pujadas y Bonet dialogando con la prensa de una manera tranquila, con actitudes más bien pacifistas. El periodista les pregunta cuál es la solución de las organizaciones armadas con distintas siglas, a la salida del país.
- Continuar con la guerra revolucionaria – responde Bonet.
- ¿Todo por la vía violenta? – repregunta el periodista.
-  La vía no la ponemos nosotros, la vía la pone el régimen – contesta Pujadas, y agrega – cuando proscribe la voluntad del pueblo, cuando impide que voten libremente a sus gobernantes.
La película se llama Ni olvido, ni perdón.







Fuentes: El presidente que no fue de Miguel Bonasso; Peronismo de José Pablo Feinmann; Film Trelew de Mariana Arruti; Film Ni olvido, ni perdón de Raymundo Gleyzer; El terrorismo de Estado en la Argentina del Instituto Espacio Para la Memoria (IEM).